
Qué curioso es el amor, ¿verdad? Más que el amor, las relaciones personales con cierta carga sentimental.
Nos enamoramos o nos sentimos atraídos de personas de lo más vario pintas. Y este tipo de atracción cambia con la edad. Cuando somos pequeños tenemos un novio y es muy fácil. Alguien de tu clase te dice que si quieres ser su novio y tú dices que sí o que no. Generalmente es un sí. Y puedes tener varios novios y normalmente los otros no se enfadan, lo aceptan y ya, todos felices.
Vas creciendo y entonces empiezas a fijarte en los guapos de tu clase. Y solo en eso, en que sean guapos. Normalmente los más guapos son los más chuletas, los más populares y los más deportistas y tú puedes sufrir dos cosas, que ese “gusto” sea correspondido o que no lo sea. Si lo es, genial. Si no lo es, pues sufres el enamoramiento enfermizo de la juventud donde cualquier palabra, gesto o insinuación dan para escribir diez hojas de tu diario y te conviertes en una drama queen. Porque no nos engañemos, los amores de juventud son los más sufridos, los más llorados y los más vividos, como si el mundo se acabara con 15 años y nunca más fueras a encontrar a nadie como esa persona.
El tiempo pasa, vas creciendo, y al guaperas le pides algo más, le pides que además de guapo sea simpático, después añades que tenga aspiraciones, que quiera estudiar, que quiera trabajar, que tenga inquietudes… Pero seguimos avanzando y ya no te conformas con eso, quieres que sea buena persona, que sea trabajador, que no tenga vicios graves, que no te avergüence delante de tus amigos, y conforme nos hacemos más mayores, que no tenga hijos, que no esté casado, etc, etc, etc.
Cada vez se complica más y más la cosa y no solo porque cada vez exiges más, sino porque tú también evolucionas y no quieres que ocupen tu espacio, que te den consejos sobre cómo vestir, que te limiten las libertades que tenías hasta la fecha.
Llega un momento en el que más que una relación como tal, se convierte en una adaptación o acuerdo entre dos personas sobre hasta dónde aceptamos mover nuestros límites. Y dejas de darle tanta importancia al físico, aunque sí valoras mucho la atracción sexual. Y quieres que esa persona sea tu compañero y permites que alguien que físicamente, en principio, no te gustaría, empiece a tener su lado bello, bien porque se va embelleciendo con el paso del tiempo, bien porque el resto de virtudes de esa persona suplen con creces lo que un físico te puede ofrecer.
Me gustan los hombres que me retan intelectualmente, siempre que eso no me haga sentir inferior ante ellos; me gustan los hombres que me invitan a cenar, que me roban un beso, que tienen claro lo que quieren y cómo encajas tú en su vida, que no están quietos, que se emocionan con los niños, aunque en principio les de alergia pensar en los suyos, que se preguntan cosas, que me hacen interesarme por cosas que nunca antes había conocido, que saben decir un piropo a tiempo, que sacan su masculinidad cuando toca, que no tienen pereza para hacer o decir, que siempre ponen una nota de humor en lo que hacen y que de repente te sorprenden porque sí.